jueves, 27 de enero de 2011

Homilía de la Misa probeatificación

     Evangelio según san Lucas 6, 12-19

      En aquel tiempo, subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago Alfeo, Simón, apodado el Celotes, Judas el de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor. Bajó del monte con ellos y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos.

     Desde el comienzo Jesús quiere asociarse, formar una comunidad de discípulos que vayan a dónde Él no llegue. Estos primeros discípulos y llamados por Jesús son los "apóstoles", que significa los enviados, enviados a desarrollar una misión concreta. ¿Cuál es su misión? ¿Qué misión reciben de Jesús? Es una misión que tú y yo podemos desarrollar también, porque somos también apóstoles desde nuestro bautismo, llamados por el Señor a desarrollar esta primera misión del grupo de discípulos: comunicar a otros los que de Él hemos recibido. "Id y proclamad", id y compartir con otros lo que hemos recibido de Él. Lucas insiste en señalar que lo que hemos recibido de Él es salud, es fuerza: "salía de Él una fuerza que los curaba a todos". Jesús generaba a su alrededor una fuerza, una curación, un poder que transformaba a los que le rodeaban. Así, en la medida en que estamos cerca de Cristo nuestra vida se convierte en una luz, en un faro, en un envío, en una llamada a compartir lo que de Él hemos recibido, esta gracia que se nos ha dado.

     En un primer momento, Jesús concita a su alrededor a un gran número de entusiastas. Se sabe que tenía un amplio grupo de seguidores y discípulos, que estaban más o menos cerca de Él. Algunos estudiosos lo cifran en unas 200 personas en su estancia por Galilea. Entre ellos había hombres, mujeres, personas de todas las clases y condiciones, incluso su propia Madre. Conocemos por los evangelios que el grupo que se forma en torno a Cristo es numeroso, al menos al comienzo de su misión. Sin embargo, Jesús sólo constituye, por medio de una llamada muy personal, a doce de ellos como sus "apóstoles". Esto quiere decir que todos y cada uno de nosotros estamos llamados a salir del anonimato del grupo general, para responder a una llamada personal de Cristo a desarrollar una misión determinada: esa es nuestra vocación. Si por un lado, cada creyente está llamado a compartir la salvación recibida de Cristo con todos sus contemporáneos, por otro el Señor nos mira personalmente a cada uno, para encomendarnos una misión particular, la misión de nuestra vida.

     Solemos imaginar que la llamada de Dios es algo complicado y difícil, sólo para unos elegidos, mientras que la mayoría de los mortales podemos limitarnos con "ir tirando" que no es poco. La vocación o llamada de Dios nos parece algo ajeno, o sólo para los que están llamados a una consagración en la Iglesia: misioneros en países lejanos, las monjitas que se encargan de los enfermos del asilo, etc. Pues bien, esta misión que Cristo nos da no es diferente a la vida ordinaria de cada día, no requiere un romper con el estado de vida en el que nos encontramos, es más, consiste en un despliegue de ese estado en el que vivimos, ya sea soltero, casado, con hijos, etc. y el tomar en serio y con todas sus consecuencias lo que significa que allí donde nos encontramos llevemos el poder de Cristo salvador.

     Este testimonio elocuente es el que podemos destacar de nuestro hermano en la fe Francisco Martínez García. Mucho antes de su serena entrega de la vida en 1936 su jornada era un ejemplo de santidad en los trabajos de cada día. Viendo su vida se descubre con claridad que se puede ser santo, se puede ser una persona que está muy cerca de Cristo, formar el grupo de sus íntimos, de sus "discípulos amados", como San Juan o San Pedro, y al mismo tiempo ser un faro de luz, una referencia clara para la sociedad en la que se vive, simplemente desarrollando el trabajo, la misión que se tiene en cada momento de la vida. Se puede decir que él desarrolló todos los trabajos que estuvieron a su alcance, según la circunstancia de cada momento: como estudiante, profesor, abogado, alcalde, director de periódico, articulista, etc. dio lo mejor de sí. Fue un testimonio vivo de lo que es ser un apóstol, un enviado de Cristo al mundo. Él recibió lo mismo que muchos de sus contemporáneos a través de la Iglesia de aquel tiempo, la fe de sus padres y la práctica habitual de los sacramentos, en definitiva la compa ía del Se or y de un modo muy especial de la Virgen de la Consolación, patrona del pueblo, cuya imagen gustaba de llevar en todos sus viajes. Se encontró un rosario entre sus manos cuando fue fusilado.

     Así, Francisco Martínez García es testigo de que nuestro trabajo, sea cual sea, si lo vivimos con la clara conciencia de la vocación a la que hemos sido llamados, es lugar de manifestación de la gracia de Dios. Haber sido llamados por Cristo desde el día de nuestro bautismo no supone para nosotros ninguna carga extraordinaria, simplemente vivir con fe y amor la vida de cada día, dejar a Cristo que se exprese en nuestra vida, que tome posesión de nuestro ser y obrar, para que así alcance a otros; en esto consiste el ser santo. Lo único que requiere de nosotros es que nos tomemos muy en serio esta llamada.

     Podemos pensar que a nosotros nunca se nos ha aparecido Cristo para encomendarnos una misión concreta, pero tened por cierto que el día en que fuimos bautizados, el mismo Cristo, en la persona del sacerdote, nos llamó por nuestro nombre y derramó sobre nosotros el Espíritu Santo. "Yo te bautizo", yo te hago mi hermano, recibe a Dios como Padre tuyo. Pero no sólo eso: el día de nuestra primera comunión el Se or nos dijo: "tomad y comed, es mi cuerpo... es mi sangre derramada por vosotros", soy yo, recibe mi cuerpo y mi sangre, entra en comunión conmigo. Y nosotros con gran ilusión, al recibir la comunión por primera vez, respondimos: "Amén, ¡así es!" Allí dimos nuestra primera gran respuesta consciente cuando le dijimos que sí, que queríamos unir su sangre con la nuestra, su destino con el nuestro. Dijimos que íbamos a ser un templo, una casa, donde Él iba a habitar. Seríamos un sagrario viviente, un lugar donde se "reserva" su cuerpo, su presencia, e íbamos a ir por el mundo portándolo, llevándolo entre las gentes, con nosotros. Con dejar que Él permanezca en nosotros y no lo desalojemos de nuestra vida, ocurrirá lo mismo que al principio: "salía de Él una fuerza" que curaba, salvaba, liberaba. Qué bien debía vivir esto D. Francisco que participaba en la Misa todos los días y comulgaba. Esto mismo se dice de los santos, que tenían "algo especial", que había en ellos algo que cautivaba, y no era otra cosa que esa comunión íntima con el Señor. Y fijáos si puede ser fuerte la presencia de Cristo en una vida que pueden pasar 50, 60 o 70 a os después de su muerte y seguir siendo hoy un ejemplo, un testimonio de una vida que ha valido la pena y que merece ser ejemplar para otros. Eso es lo que suplicamos hoy al Se or: que si es su voluntad, la Iglesia reconozca la santidad de Francisco Martínez, sea beatificado como reconocimiento de su muerte martirial y de su vida ejemplar, para que los que estamos aún en la tierra tengamos la certeza de que contamos con un intercesor más en el paraíso. No sólo él, sino también el grupo de los mártires de nuestra Diócesis de Cartagena. Así, tendremos en Francisco Martínez un intercesor generoso, un ejemplo a seguir como padre, esposo, trabajador, abogado, maestro, político y ante todo, cristiano.

Rvdo. Alberto Guardia Valera, 28 de octubre de 2010

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